El teórico de ciencia política, social o económica, cuando penetra la acción política diaria y es elegido para un cargo de representación popular, tiende más a equivocarse que el político popular que aprendió a escuchar el reclamo de los pueblos, a pesar de sus escasos conocimientos en las ciencias indicadas o en la formación humanista general. No es cierto que el gobierno democrático necesita, siempre y en todo caso, de representantes cultos graduados en las mejores universidades. Se equivoca con frecuencia quien aconseja la meritocracia como la mejor propuesta para el buen gobierno democrático. Claro que todos deseamos al destacado ciudadano culto en las esferas de gobierno, pero la práctica y la realidad democrática demuestran, en más de una ocasión, que es más frecuente la equivocación del teórico que ha permanecido alejado del contacto con los sectores populares que el político práctico que ha mantenido su relación con los obreros y campesinos de su país, o del que aprendió, por rara intuición, a escuchar la voz de angustia y de reclamo de todos aquellos que no tuvieron oportunidades y que son, por lo general, las mayorías.
En alguna ocasión he citado los casos en Costa Rica de Francisco Orlich, José Figueres y Luis Alberto Monge que no tenían títulos universitarios y sus gobiernos fueron destacados y respetuosos de los procedimientos democráticos. La característica que los distinguía fue su capacidad o intuición para entender lo que pedían los pueblos, aplicando sus políticas a la satisfacción de sus necesidades. Creían más en el conocimiento de la realidad nacional que en la aplicación de teorías originadas en realidades diferentes. Algo parecido a lo que sucedía en Estados Unidos en los gobiernos de Franklin D. Roosevelt y sus constantes controversias entre sus planteamientos prácticos del New Deal y la propuesta teórica de sus consejeros. En su segunda campaña los sindicatos anunciaban votar contra él por su pensamiento conservador que apoyaba la negativa de los empresarios a mantener los salarios mínimos aplicando rebajas sustanciales. Una muchacha de New Bedford se le acercó en uno de sus encuentros con sectores populares, y le dijo: “Usted es el único hombre que puede hacer algo para remediar esta situación. Por favor proceda a establecer nuestros salarios mínimos pues no podemos vivir con 4, 5 o 6 dólares semanales que es a lo que nos han rebajado de los 11 dólares que antes nos pagaban”. Cuando los consejeros le dijeron que había que aceptar lo que los empresarios estaban haciendo, contestó, cambiando su pensamiento anterior, “Me uno al reclamo de los trabajadores y a la petición de la muchacha de New Bedford”. Así comenzó la inclinación del New Deal hacia lo social al oponerse abiertamente a los empresarios. Esta posición lo convirtió en uno de los líderes políticos más populares de los Estados Unidos. En su discurso de toma de posesión expresó que el “clima moral de Norteamérica cambiaría radicalmente al comprobar la autenticidad del progreso de la nación, pues nuestra política consistirá en dar lo suficiente a quienes tienen demasiado poco y terminar con la situación actual de un tercio de la población que está mal alojada, mal vestida y mal alimentada”. Prefirió siempre la improvisación a los principios generales de una doctrina. Tal vez (sin que esto sea una afirmación) en eso consiste la política, en el arte de encontrar soluciones inmediatas y aplicarlas, según el momento, a las distintas circunstancias.
“Échenle ripio a los actuales caminos vecinales”, les respondió el Ministro de Obras públicas, Francisco Orlich, a los ingenieros que presentaban un gran estudio para la construcción de esos caminos, agregando “no tenemos dinero para la mejor construcción, pero el ripio permitirá que el jeep y los camiones lleguen a todos los rincones del país”. Eso se hizo y diez años después los campesinos vivían mejor porque pudieron evitar a los intermediarios que los explotaban. Tenían vehículos propios para transportar el café, el maíz y los frijoles a los mercados de las ciudades y al Consejo Nacional de Producción. Casi una reforma agraria sin doctrina pero con conocimiento práctico de nuestras realidades. La carreta y el caballo desaparecieron.
Para presidente de la república, dije en una ocasión lejana, prefiero al ciudadano que tenga el “acuantacito” a flor de piel que al que ofrece sus buenos conocimientos académicos. No es que desprecie a éste, pero es que, en variadas ocasiones, la política solo necesita la intuición del hombre práctico y no el conocimiento que dan las universidades con doctrinas propias, aplicables a países con mayor desarrollo. Lo que es bueno para los Estados Unidos posiblemente es malo para toda América Latina. No es regla general, pero sí para ciertas ocasiones que son las que con mayor regularidad aparecen en la realidad del subdesarrollo.
En 1934 lord Keynes se acercó al presidente Roosevelt para hablarle de sus doctrinas, recibiendo un rechazo casi en su totalidad. Al salir, Keynes comentó: “Suponía que el Presidente sería más culto, económicamente hablando”. Y Roosevelt, por aparte, comentó a su secretario: “Es bueno que los economistas todavía no tengan la posibilidad de gobernar en sus países”. Al respecto, recuerdo lo que me manifestó Luis Alberto Monge de Carlos Manuel Castillo: “Es un mal candidato, pero si triunfa será un buen presidente porque sabe que es el alma del pueblo la única que puede señalar el recto camino al gobernante democrático”.
Tal vez es que yo sea demasiado ignorante, pues siempre he pensado que en un país como el nuestro —y quizás en todos los países del mundo— siempre estará mejor, al frente del gobierno, un hombre práctico y con mayores conocimientos de las realidades nacionales que el especialista en doctrinas académicas, pues estos tienden, por sus grandes conocimientos, a enredarse en sus propios mecates, mientras que los primeros saben muy bien que los mecates se han de usar, sobre todo, para amarrar las vacas y no para sujetar la techumbre de sus casas. Las universidades no entregan títulos de estadistas, pero las calles, los campos y los talleres sí.
Fuente: Enrique Obregón Valverde